Tal vez era el frío, o las flores amarillas entre mis manos,
o tal vez eran las pestañas, que me pesaban más que otros días, pero yo me
sentía triste. No era una tristeza común y por eso me dolía un poquito más el
pecho que otras veces.
El ramo de flores amarillas contrastaba demasiado en el
ambiente gris que había ahora en la calle. Parecía el único resquicio de vida
que quedaba, en un mundo tan muerto.
Las calles también se hacían así como interminables, largas,
pesadas, y mis pies caminaban como si no hubiera un cerebro que enviara orden
de lo contrario, porque yo quería parar, y respirar un poco el viento frío que
hacía esta primera mañana de noviembre que venía pisando fuerte.
Cuando llegué ante las altas e indudablemente temibles rejas
todo se hizo un poco más real y el ambiente lúgubre hasta de la hierba que
pisaban mis pies me oprimía un poquito el corazón. El camino me lo sabía de
memoria, diez años recorriéndolo una vez al mes, es lo que tiene. Llegué frente
a su tumba y fue como si el resto que había alrededor desapareciera y solo
hubiera bosque verde y brillante en su lugar.
Dejé el ramo de flores amarillas sobre la piedra gris y
acaricié su nombre inscrito en la lápida. Flores amarillas- pensé- como tu
suerte.
Y entonces los ojos se me humedecieron y quise salir de ahí
porque no quería que me viera llorar, porque después de tanto tiempo seguía sin
aceptar que se ha ido. Pero no pude, no pude porque estaban los árboles a
nuestro alrededor y si me iba, me perdería en el bosque.
Él no se perdería, él no porque él amaba el bosque, no,
mejor dicho, él era el bosque. Era verde y amarillo canario, como los árboles
en otoño que crecían en la hoz, también era tierra mojada y margaritas, él
siempre fue margaritas. Y su perpetua seriedad quebrantada por esa felicidad en
sus ojos oscuros. Él siempre fue todo eso.
Y por eso, volviendo a la realidad, y rodeada de tumbas, sentía la
tristeza de verlo aquí, entre lápidas grises de gente extraña. Debí enterrarlo
junto a los árboles-pensé.
Me senté a los pies de la tumba y cerré los ojos. No quería
llorar, ni recordar, solo quería pasar un rato a su lado como cuando había
tormenta y yo iba corriendo a su regazo y
me encogía entre sus brazos muerta
de frío y de miedo, y él me miraba con una sonrisa tierna, acariciaba mi
pelo y me leía cuentos hasta que mama llegaba y me tendía de nuevo en la cama.
Te fuiste muy pronto, papa, muy pronto para mí. –susurré.