Y cuando llegué, solo encontré: más caminos, una carta de
renuncia de la casa y una escopeta cargada de indiferencia.
Y me dio igual,
Como me dio igual el vómito de aquel bebé en el metro, y el
frio helado y ensordecedor de aquel invierno en la calle.
Se habían ido tantas cosas ya, joder, que ni de golfa por
esquinas ni de borracho de soledad efímera podría sobrevivir un poco más. No
era el pitido en el oído izquierdo, ni los lamentos de las canciones de la
radio, que llegaban teñidos de risa hueca, como cuando me reía yo antes, cuando
se quejaban de amor los cantantes llenos de comodidad, “¿Cómo puedes quejarte?
Dime, ¿cómo?”
Pero ya no siento eso, porque no son las canciones tampoco,
ni el frío helador, ni el calor más sofocante. Era la indiferencia del
gobierno, la unidad personal, el silencio vacío que quedaba tras mi llanto.
Pero ya todo es cenizo.
Mis palabras son pasto de las llamas.
Y el callejón es eterno, y el suelo es pegajosamente frío.
Ya no duele nada.
Ni yo mismo.
Ni yo mismo |
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gotas llenas de sentimiento